Infancia sabia
Todas
las personas al cien por cien, cuanto más mayores somos, más ganas
tenemos de volver a ser pequeños. Te paras a recordar aunque sea un
segundo, y no son más que sonrisas y buenos momentos que te vienen a
la mente como agua en la peor tormenta. Tal vez sea por la escala de
responsabilidades que va en proporción a la edad... A más peor.
Pero qué va, de pequeños también teníamos nuestros momentos
malos. Como cuando teníamos que dejar nuestra infancia en nuestro
peluche favorito, ahí en la estantería en los mejores casos.
Entonces
un día vagueas por tu habitación, el desván, el trastero, o lo que
sea y casi involuntariamente tu vista enfoca aquel peluche. Es, pues,
cuando ves todo lo que has cambiado a lo largo de tu vida.
Te
acuerdas de cuando jugabas a las cocinitas o con el cochecito, él
siempre era el invitado, el protagonista: tu amigo. Te lo pasabas
genial, era el único que jamás te fallaba y escuchaba. Le confiabas
tus mayores secretos, de alguna u otra forma conseguía pintar de
colores tu día más gris. Te lo llevabas a todos los lados que
podías. Se lo presentabas al primero que se te cruzaba por la calle. Secaba tus lágrimas cuando algo te preocupaba. Era todo
aquello que no cambiarías por nada. Todo eso que te aceptaba fuera
como fuese, en cualquier situación. Y lo pasabas mal cuando no podías estar con él, muy mal. Porque lo que te llenaba era tan grande, que cuando se iba el vacío era inmenso. Empezabas a entender a flor de
piel el significado del verbo necesitar.
Puede
que muchas personas se hayan identificado con todo lo anterior, pero
seguro que hubo muchas más que también y no por el peluche, si no
por lo que representaba; porque cuando nos hacemos “mayores”,
vemos que los peluches se convierten en personas.
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