Russo: Capítulo 4

“Des…, señ… ¿Hol…?” dijo una voz que retumbaba por mi cabeza. Intenté abrir los ojos. Conseguí abrirlos un poco y vi una imagen, borrosa, una niña de pelo como el oro, rizado. “Despierta ya señoritaaa” logré oír con  claridad. Abrí los ojos del todo y conseguí incorporarme. Me alegré al saber que no estaba muerta, que no me había quedado allí. Me llevé la mano a la cabeza, un fuerte dolor me estremecía. “¿Estás bieeeen señoritaaa?”  seguía preguntándome incesante la niña. Entonces se abrió la puerta y entró una persona mayor, mandando callar a la niña que no paraba de preguntarme. Me dedicó una sonrisa que me inspiró confianza. Me ofreció una taza de leche caliente, preguntándome qué me había sucedido. Respiré hondo y le conté todo. La mujer no daba crédito a todo lo que estaba escuchando… Aunque la verdad, algo me decía que no sería la primera vez que acogía a algún curioso sobre el caso en casa; pues me comentó que vivía cerca de aquella finca. Su pelo era largo y canoso, sus manos temblorosas, esa simpatía al hablar… Te hacía sentir como en casa. Como era mayor, supuse que tendría que saber mucho sobre sus antiguos vecinos, por lo que le pedí que me contase todo lo que supiera. Me llevó al salón. Era una sala enorme, llena de cuadros; y  en el centro, se hallaba el corazón de aquella sala: la chimenea. Era ya de noche y el calor que desprendía era más que agradable y acogedor. La anciana, de nombre Adele, se sentó en su sillón-balancín y mientras se balanceaba comenzó a contarme.

Se trataba de un matrimonio en que Adelina, la mujer, tuvo que sacar sola adelante a sus dos hijas: Anastasia y Alexandra; pues su marido Andrew estuvo engañándola durante años con otra y finalmente la abandonó. Adelina quedó destrozada, con dos niñas a las que mantener y un alto cargo que asumir ella sola: su finca valorada en millones y millones de euros. A causa de ello tenía que hacer muchas cosas para que no se la arrebataran; su bien más preciado, heredado durante generaciones por su familia. “Con la gran suma de dinero que poseían, todo el mundo pensaba que no le sería difícil de llevar aquello,” – me explicaba Adele – “pero en el momento en el que aparecieron muertos todos, supimos entonces que algo fallaba, y en efecto, unos días después salieron a la luz sus cuentas bancarias y estaban a cero completamente”. Aquella historia me conmovió bastante, pues sé lo duro que es “llevar el carro” y encima sola, mi madre pasó por algo parecido. Dieron las doce, por lo que nos fuimos a dormir todos, incluida yo, que pese a que decía que no quería molestar, me invitaron (más bien obligaron) a quedarme. No me quedó otra que aceptar pues. Mi habitación fue la misma, donde me desperté inicialmente. Me tiré en la cama y empecé a darle vueltas a todo. No paraba de pensar en James… Las lágrimas volvían entonces a humedecer mi rostro.

De nuevo, se formó una tormenta fuerte, con relámpagos que iluminaban por completo mi improvisada habitación. Y sí, improvisada porque esto tenía pinta de ser como una oficina. Tenía un escritorio, una estantería, un sillón… El detalle que me hizo ver que no era una habitación fue sin duda la carencia de un armario en aquella sala. Pero bueno, eso era lo de menos, lo mismo pusieron aquí la cama para que pudiera descansar. Así que era de agradecer. Solo que… Esto de que fuera una sala en la que hubiese un escritorio bastante moderno en una casa de una anciana y una niña en la que el resto es más bien estilo rural… No  cuadraba, ¿verdad?, por lo que toda mi intriga salió, en busca de alguna respuesta.
Me levanté sigilosamente y empecé a rebuscar. Comencé por el escritorio. Encima de la mesa no había nada, por supuesto; todo limpio y ordenado. Busqué en los cajones y, bingo, una caja llena de cartas. Abrí y saqué algunas de las que estaban al principio. Eran todo recibos del banco, aunque también deudas, muy altas. Las dejé donde estaban y no les di más vueltas a aquellas cartas. Al girarme hacia la estantería me tropecé con el sillón y caí en él. Entonces, al levantarme me di cuenta de algo importante: un trébol, dibujado en el respaldo. El sillón estaba viejo, rajado, pero si unías las piezas de tela que recolgaban, podía verse en efecto ese trébol que vi en la casa de la finca “maldita”.

Ante ese hecho, mi cuerpo comenzó levemente a tiritar. Pero aun así sentí la necesidad de investigar más, esta vez en aquella casa. Sigilosamente llegué al salón. Estaba repleto de cuadros, retratos. Tras observarlos, pude darme cuenta de que Adele estaba de alguna extraña forma soltera, y que tenía en verdad dos hijas, solo que únicamente conocí a la pequeña, ¿dónde estaría la mayor?... Acto seguido noté algo detrás de mí. Me giré rápidamente, pero no había nada. Seguí observando retratos. En todos ellos parecían muy felices. De nuevo, esa horrible sensación de que algo o alguien estaba espiándome, por lo que miré a todos lados. Nada nuevamente. Me empecé a preguntar si me había vuelto loca o algo por el estilo cuando… Un perro se me cruzó durante mi camino a la habitación. Era un bonito pastor alemán, enorme, pero no se le veía cara de buenos amigos. Me miraba desafiante. Tenía los ojos en blanco. Gruñía y sin parar de mirarme. Yo ya no sabía si echar a correr o encerrarme en algún lado… ¿Cómo era posible que la anciana siquiera despertase ante aquellos gruñidos y ladridos? Bueno, en aquellos momentos aquella cuestión  era lo de menos. Di entonces unos pasos atrás con intención de llegar al cuarto de baño y encerrarme allí. Pasito a pasito… Lentamente… El perro seguía sin quitarme la vista de encima, y su ira iba a más. Sinceramente esperaba un auténtico milagro, que se apiedase de mí. Entonces mi coletero de quedó enganchado en uno de lo percheros que había en el salón, dejando a la vista mi larga melena morena. Como por arte de magia, el perro al verme se relajó de inmediato e incluso se mostró juguetón conmigo. “Vale, esto es muy raro”, me decía. Relacionando todo un poco me di cuenta de que con pelo recogido podría el perro haberme confundido con un hombre, ese que dejó tirada a la familia de Adeline… Luego también James… Era un hombre y tardaron poco en deshacerse de él… Estaba claro que la presencia de hombres allí no era bien recibida pero… Todo esto me parecería lógico que fuese al menos en la finca de Adeline, pero, ¿en la de Adele? Adeline… Adele… Adelie… ¡ADELE! ¡ESO TENÍA QUE SER! El trébol, ese símbolo encontrado en ambas casas; las cartas del banco, el total orden de la casa de Adeline, aun estando “abandonada”, alguien por narices tendría que estar dentro viviendo o al menos yendo de vez en cuando; el aspecto de fuera comparado con el de dentro… Estaba claro que era para alejar a la gente. Pero todavía quedaba la cuestión de quién viviría ahí, de cómo era posible el haber encontrado aquellos cadáveres esa mañana del 1 de enero de 1912 y aquel falso “James”, ¿qué era? Puf. Ahora sí que  sí no me iba a ir sin resolver todo aquello. Tras todo mi razonamiento en mi habitación vi de lejos tres siluetas humanas oscuras. Estaba oscuro, pues la tormenta dio lugar a una intensa nevada. Gracias a la claridad que entraba por las ventanas proveniente de aquella luna llena que esa noche había, las pocas veces que la fuerte nevada  dejó ver, fueron suficientes para reconocer aquellas siluetas. Era Adele, junto con una niña, la de los cabellos de oro, y esta vez alguien más, una moza joven de pelo castaño. Las tres con la mirada al suelo, enfrente mía. “No debiste investigar más sobre el caso, te dimos una oportunidad y no la aprovechaste” me dijo lenta pero muy claramente Adele. Como alma que lleva el diablo salí corriendo; pero no, una vez más estaba en la boca del lobo, las puertas y ventanas estaban cerradas. De nuevo sola, el tiempo se me agotaba lentamente. Estaba en el salón y tras unos minutos alerta allí, nada. No vinieron a por mí. Estaba cansada por lo que decidí esconderme. Seguidamente fui hacia el baúl que había al fondo del salón, tapado por unas sábanas blancas. Llegué a él y volví antes a echar un vistazo a mi alrededor. Despejado. Posé mis manos sobre el baúl y lo abrí… “¡AHHHHH!,” –chillé- “¡James!”. Estaba allí, inmóvil, entre manchas de sangre… Esto era demasiado, y por si fuera poco… Allí aparecieron, Adele y sus dos hijas. Sus siluetas se distinguían mejor que nunca por los rayos de luz azul que la luna desprendía con fuerza; caminaban lentamente, con aire totalmente despreocupado, mirada hacia abajo… Como auténticas fantasmas. “Es hora de que te reúnas con tu amiguito” dijo la moza de pelo castaño. Mi corazón iba a estallar. Demasiada emoción fuerte junta. Nunca me había planteado cómo moriría pero desde luego no me lo imaginaba que fuese a acabar así. Un fuerte sentimiento de impotencia me invadió por completo. Mi cuerpo temblaba sin parar. Mis lágrimas no parecían conmover a ninguna de las tres ni mis múltiples súplicas. Adele se acercó con un bate en las manos. “Será divertido” concluyó. Acto seguido se dedicó a golpearme sin parar. Yo me resistía esquivando los golpes pero las hijas me sujetaron. Me sumergí entonces de nuevo en mi burbuja, donde todo lo veía pasar lentamente. Una noche de auténtico luto, con una preciosa luna llena que la coronaba, yo viendo cómo poco a poco el tiempo me consumía lentamente, mis fuerzas se esfumaban como el humo de mi último cigarro; la vida se daba mi última calada, mi último suspiro. “Se acabó” me dije finalmente.

Cuando ya lo daba todo por perdido, el sonido de una bala me hizo salir de mi burbuja. Abrí los ojos y delante de mía el cuerpo fallecido de Adele y, un hombre que estaba atando a las dos hijas. “¡¿Estás bien Cathy?!” me preguntó. No podía ser, ¡¡¡JAMES!!! ¡¡¡SÍ, ERA ÉL!!! Un río de lágrimas volvió a empapar mi rostro, aunque con ello, una fuerte confusión. Pero no, ahora daba igual todo, fui corriendo a abrazarle. Él seguidamente me abrazó a mí también (ya tenía seguro que aquellas dos chicas estaban totalmente inmovilizadas). “Ya está Cathy, ya pasó todo, llamemos a la policía y ya mañana te cuento todo” me dijo. Yo asentí sin pensármelo siquiera.

La verdad me chocaba un poco eso de que fuese yo la que fuera a él a refugiarme o consolarme y no al revés, como había sido siempre. Pero en estos momentos, era lo único que quería y necesitaba.

Llamamos a la policía y nos llevaron a todos a Jersey, el lugar que más cerca nos quedaba. Ese día dormimos todos en comisaría, tanto James como yo, y las hijas de Adele también, solo que es sus respectivas celdas.

Al despertar y ver James mi cara de interrogación comenzó a explicarme. Resulta que cuando lo raptaron perdió la conciencia por lo que por suerte, le dieron ya por muerto. Él entonces estaba en una sala, en el suelo tirado, y entraron allí Adele y Anastasia,  la mayor. Como no estaba muerto, pudo escuchar todo lo que planeaban; por lo que esperó el momento oportuno para actuar. La verdad, fue una acción muy heroica por parte de James, cosa que me sorprendió muy positivamente. Solo quedaba una única cosa por concluir, el cómo ocultaron a la gente el hecho de que seguían vivas todas… Era el momento de mi parte preferida: el interrogatorio.

Una vez en la sala, las caras cabizbajas de las niñas hablaron sin problemas. Resultó finalmente que por el simple agobio de la gente y del tener que pagar tantas elevadas sumas de dinero por mantener a interesados alejados, les llevaron a tal crítica situación en la que no les quedaba otra que desaparecer pero sin perder lo que poseían. Entonces se les ocurrió inventar su muerte, mientras comenzaban una nueva vida no muy lejos, y además mantener a los curiosos alejados mediante la muerte. Y, ¿cómo lo hicieron?, con los pocos ahorros que les quedaban, pagaron a un hombre para que matase a personas que se pareciesen a ellas tres y hacer algún retoque si hacía falta, con el objetivo de hacer pensar eso, que estaban muertas.

Todos nos quedamos sorprendidos ante aquella historia, pero al menos ya se podría decir que “caso resuelto”. Aún me costaba asimilar todo lo que había pasado. Era totalmente irreal. Pero lo había vivido en primera persona y, en primera fila.

Lo primero que dije al llegar a casa fue “HOGAR DULCE HOGAR”, seguido de un profundo suspiro. Sabía que mi vida a partir de ahora iba a cambiar. Era imposible salir ahí fuera y ver las cosas del mismo modo. Pero bueno, “algo más que contar y sobre todo de lo que emocionarme cuando me hiciese vieja”, pensaba.


Aquella noche medité mucho sobre todo lo ocurrido y llegué a la conclusión de que todo puede que acabase en aquella última calada, pero ahí todavía me aguardaba un paquete entero con diecinueve cigarrillos más. Si el destino está escrito, tenemos el poder de reescribirlo.

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